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WIDER IMAGE-Aislados por coronavirus, reos hacinados en prisión hondureña sufren daños mentales

LYNXMPEG4D21C.jpg,Un recluso del Centro Penal de La Esperanza que dijo tener problemas respiratorios es revisado por una paramédico dentro de la pisión en Esperanza, Intibuca, Honduras, 21 de agosto de 2019. REUTERS/Adrees Latif   ; Crédito: ADREES LATIF, Reuters

LYNXMPEG4D21C.jpg,Un recluso del Centro Penal de La Esperanza que dijo tener problemas respiratorios es revisado por una paramédico dentro de la pisión en Esperanza, Intibuca, Honduras, 21 de agosto de 2019. REUTERS/Adrees Latif ; Crédito: ADREES LATIF, Reuters

14 de Mayo 2020
SALUD-CORONAVIRUS-HONDURAS-CARCEL:WIDER IMAGE-Aislados por coronavirus, reos hacinados en prisión hondureña sufren daños mentales

Por Sarah Kinosian

LA ESPERANZA, Honduras (Reuters) – Para Yerbin Estrada, la peor parte del día es cuando el sol comienza a ponerse. Entonces, los cientos de presos de la prisión de La Esperanza en el centro de Honduras deben abandonar su pequeño patio y volver a sus estrechas celdas.

“Cuando cae la noche, ahí es cuando realmente comienza el infierno”, dijo este hombre fornido y barbudo de 25 años, mirando por última vez la silueta de los guardias armados encaramados en la azotea, recortada contra el cielo crepuscular.

Durante la noche, encerrado en una celda con otros 130 hombres, Estrada escucha los gemidos sordos de sus vecinos mientras las ratas se escabullen.

Estrada cumple el cuarto año de una sentencia de seis por posesión de marihuana en La Esperanza, una prisión de baja seguridad escondida en las montañas pobladas de pinos y robles del centro de Honduras.

Tras las rejas, la ley suprema es la que reina en América Central, un mantra pintado en las paredes de los barrios controlados por pandillas: “ver, oír, y callar”. Mira, escucha y cállate.

“Es mejor evitar problemas, salir ileso. La mejor manera es mantener la cabeza baja”, dijo Estrada, tranquilo y sereno.

Un pizarrón en la entrada mantiene una cuenta diaria. La línea superior nunca cambia: “Capacidad de la prisión: 70 reclusos”. Pero las filas debajo del número real de prisioneros se mueven hacia arriba y hacia abajo. Conteo de hoy: 454.

Las raíces de los problemas en las cárceles de La Esperanza abundan en toda América Latina, dijo el director José López Cerrato: severas condenas por delitos menores, falta de investigación policial adecuada y muchos detenidos sin cargos, a menudo durante años.

El único alivio son los días de visita, cuando sus hijos, abuelos y esposas dan vida al patio, se apoderan de la cocina, juegan a la pelota y rezan con los reclusos en los servicios religiosos.

Pero cuando el coronavirus se propagó en Honduras, las autoridades suspendieron las visitas. Y con tarifas prohibitivamente caras para las llamadas desde los tres teléfonos que funcionan en la prisión, los reclusos ahora están prácticamente desconectados del mundo exterior.

Además de los riesgos para la salud que plantea el hacinamiento, el personal se preocupa por el costo mental de la pandemia.

“Quitar las visitas es lo peor que puede pasar. Es lo que más necesitan porque, más que nada, les da esperanza”, dice Jacinto Hernández, psicólogo de La Esperanza. “Me temo que podría volverse violento a medida que el virus se propaga y las ansiedades aumentan. Las agresiones ya son altas… has visto las condiciones, casi no tienen espacio para respirar”.

Hernández estima que aproximadamente una quinta parte de la población masculina ya sale de allí con un trastorno de estrés postraumático que no tenían cuando llegaron.

Honduras ha tenido más de 2,000 casos de coronavirus reportados y 120 muertes, aunque la mayoría de los expertos en salud pública dicen que es probable que esos números hayan sido subestimados.

Hasta ahora, las 29 prisiones del país se han salvado en gran medida, pero si el virus se disemina dentro del ruinoso sistema penitenciario, los resultados podrían ser devastadores. Las cárceles de Honduras, diseñadas para poco más de 10,000 presos, albergan a casi 22,000, según recuentos recientes.

Construida en 1937, la imponente estructura azul y amarilla de estilo colonial de La Esperanza se encuentra frente a la plaza principal de la ciudad, donde los jóvenes amantes roban besos furtivos en los bancos del parque.

El agua solo está disponible un par de veces a la semana y, con solo un baño compartido, los hombres se asean en el patio con agua fría de los cubos que se usan para lavar la ropa. Las enfermedades respiratorias son comunes, producto de dormir en el suelo expuestos al aire frío de la montaña.

La mayoría de los días, los hombres hacen manualidades, levantan pesas improvisadas o juegan a las cartas para mantenerse ocupados.

Antes del coronavirus, los familiares de los presos vendían bienes que los hombres habían fabricado (hamacas, redes de pesca, autos de juguete) para recaudar dinero para jabón, café y cigarrillos. Les llevaban empanadas, pollo frito y tamales como alivio de los escasos alimentos básicos de arroz y frijoles de la dieta de la prisión.

Los reclusos que tienen la suerte de disponer de camas, y especialmente camas con cortinas, los alquilan a prisioneros con visitas femeninas. “Estas visitas bajan tensiones, seguro”, dijo Israel Miranda, de 36 años.

Cada una de las habitaciones sin ventanas es un laberinto oscuro de camas improvisadas de madera y contrachapado, con protuberancias por todas partes.

Intibucá, donde se encuentra la prisión de La Esperanza, es una de las zonas más pobres de Honduras. El analfabetismo es alto; el alcoholismo generalizado. Los delitos más comunes son la violencia doméstica, la posesión de drogas y el homicidio.

“Sí, es complicado respirar pero el verano es un verdadero infierno. Se puede sentir los cuerpos de todos”, dijo Erlin Méndez, de 27 años, quien comparte su espacio de 38 pulgadas de ancho (96 centímetros) con otro recluso, del que dice que está ahí por una asesinato después de una pelea a machete alimentada por el alcohol.

Otra parte de la prisión alberga a mujeres reclusas.

Bajo un techo de hojalata oxidado en un edificio anexo, las mujeres están aisladas detrás de una cerca de alambre. “Uno se siente que está en un zoológico. Pero un zoológico deprimente”, dijo Elian Martínez, una madre de tres hijos que tiene 39 años y dice que fue acusada injustamente de un fraude.

La celda para seis mujeres tiene cuatro camas y espacio para tres personas. Reciben tres horas de sol a la semana en una torre de guardia adyacente.

En la sección de hombres, 132 reos duermen en una habitación con menos de 50 camas. Los reclusos más nuevos descansan donde puedan encontrar un hueco, a menudo compartiendo el piso con cucarachas y ratas. La espera por una cama es de unos tres años.

“Nunca te acostumbras, solo lo aceptas, como resignado”, dijo Estrada. “Cada día te levantas a las 5 de la mañana, esperas en la cola por agua y comida, sobrevives, y eso significa un día menos, un día más cerca de la familia”.

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(Reporte de Sarah Kinosian. Editado por Rosalba O’Brien. Traducido por Raúl Cortés Fernández, editado en español por Gabriela Donoso)